En Argentina, aproximadamente un tercio del gasto energético total es consumido por edificios, de los cuales tres cuartos son residenciales y el resto comerciales y públicos. Según el Balance Energético Nacional 2010, el consumo total de energía por sector en nuestro país se divide en: 25% sector residencial; 8% sectores comercial y público; 24% sector industrial; 7% sector agropecuario; y 30% sector transporte. El restante 6% corresponde a consumos “no energéticos” (“consumidores que emplean fuentes energéticas como materia prima para la fabricación de bienes no energéticos”). Estos datos están consignados en “Escenarios energéticos para la Argentina (2013-2030) con políticas de eficiencia”, editado por la Fundación Vida Silvestre en 2013.
En la contabilización de este consumo energético –principalmente gas y electricidad– se incluyen, por ejemplo, la cocción de alimentos, el uso de electrodomésticos y, en general, todo aquello que se enchufe. Es cierto que estos gastos poco, o nada, tienen que ver con el diseño de un edificio y la elección de sus materiales. Pero estos rubros representan comúnmente un porcentaje muy menor del consumo energético en edificios. El mayor gasto energético está relacionado en primer lugar con la climatización (calefacción y aire acondicionado) y muy por detrás con la iluminación artificial. Y estos dos ítems sí atañen directamente a la arquitectura.
Me refiero a la arquitectura como campo del conocimiento, que incluye a la práctica profesional, enseñanza, investigación y divulgación, y no exclusivamente a los arquitectos involucrados en la construcción de edificios.
Si nos ceñimos a la construcción, por supuesto, la responsabilidad debe repartirse con muchos otros actores, incluyendo clientes e inversores, contratistas y empresas constructoras, fabricantes y empresas de comercialización de materiales e insumos para la construcción, legisladores y demás funcionarios públicos con capacidad para establecer y alterar las reglas del juego –no sólo a través del control sobre las normativas, sino fundamentalmente mediante la fijación del precio de la energía-.
Vale aclarar que restringir nuestra mirada a la arquitectura para abordar la afirmación a la que alude el título, de ningún modo supone considerarla un campo autárquico. Todo lo contrario, especialmente al examinar esta cuestión, es importante observar con qué otros campos y saberes dialoga el discurso arquitectónico local–y dilucidar, algunas veces, de dónde vienen los malentendidos-.
El objetivo, entonces, es indagar específicamente sobre la valoración del comportamiento energético de los edificios que se proyectan, construyen, enseñan, premian y difunden en nuestra cultura arquitectónica, y consecuentemente la respuesta que se ofrece a este consumo energético. Más allá de las declamaciones en memorias descriptivas y los recursos tecnológicos ex post: cuál es su lugar en el discurso y en la práctica arquitectónica local. Mi impresión es que, generalmente, no es muy central y en algunos casos es bastante marginal.
En Buenos Aires, y en muchas otras regiones del país, una gran superficie vidriada francamente orientada al Oeste, sin ningún dispositivo de protección solar u operación de diseño destinada a evitar el sobrecalentamiento, es un ejemplo de mala praxis. Sin embargo, no es inusual encontrar obras de arquitectura que obtienen reconocimiento en nuestro medio y decididamente ignoran este hecho.
El diseño de la envolvente edilicia, en cuanto a proporciones de llenos y vacíos, materialidad, espesores y adecuación a las orientaciones, es en la mayoría de los casos el factor de mayor incidencia en el comportamiento térmico –y energético– de un edificio. La envolvente es un gran tema de la arquitectura, que atraviesa muchas de las fijaciones de la disciplina, y concentra una buena parte de la dedicación de los proyectistas en la definición de sus obras. Pero no necesariamente desde el punto de vista de su performance térmica. Más aún, en el ejemplo más típicamente urbano de nuestro medio, el edificio entre medianeras, es bastante seguro aventurar que en la gran mayoría de los casos los muros medianeros no reciben ni un mínimo de atención proyectual y no son considerados parte de la envolvente diseñada, es decir, pensada por los arquitectos.
Qué hacer con las medianeras –no sólo en cuanto a su comportamiento térmico, aunque aquí nos concentremos en este tema– en ciudades como Buenos Aires, donde éstas constituyen una proporción significativamente alta de los muros expuestos al exterior, es un problema fundamental. La mayoría de las medianeras de Buenos Aires están conformadas por muros de mampostería simple, hueca o maciza, de menos de 15 cm de espesor y tienen un coeficiente de transmitancia térmica elevado. En otras palabras, dejan pasar muy rápidamente el calor de los espacios interiores al exterior en invierno y dejan que penetre el calor exterior en verano sin ofrecer demasiada resistencia. Agregando sólo cuatro o cinco centímetros de aislación térmica, como lana de vidrio, poliestireno expandido o celulosa proyectada, la transmitancia del muro se podría reducir a menos de la tercera parte: los muros se volverían aproximadamente tres veces más resistentes al paso del calor.
Podríamos enumerar muchos otros factores clave en el consumo energético del stock edilicio en esta latitud y clima, e intrínsecamente arquitectónicos, como la conformación de cubiertas y terrazas o la disposición y diseño de aberturas cenitales. También podríamos citar una gran cantidad de recursos localmente a disposición, como parasoles, aleros, postigos y cortinas con aislación térmica, carpinterías con doble vidriado hermético, muros dobles aislados, fachadas ventiladas, ventilación cruzada y estructural, y el uso estratégico de materiales con gran inercia térmica. Todos ellos no son un secreto, ni son infrecuentes, pero, salvo notables excepciones –como históricamente ha sido el caso de Wladimiro Acosta–, no son parte del núcleo duro del discurso arquitectónico local predominante y, quizás consecuentemente, no son masivamente utilizados en nuestras ciudades. Son mayoritariamente ignorados, o en circunstancias un poco más favorables, se espera de ellos que sean incorporados por especialistas una vez que el edificio ha sido proyectado, e inclusive construido.
La compartimentación de la disciplina incide negativamente en este sentido. Sólo si se produjera un corrimiento del lugar de especialización actual, la cuestión del comportamiento energético de los edificios podría suscitar un mayor interés en la cultura arquitectónica local. Quizás esto suceda el próximo verano, con los nuevos titulares de “récords de consumo eléctrico” y los cortes de luz estacionales.
Fuente: Suplemento Arq. – Diario Clarín