El Gobierno no tiene un plan para bajar la inflación. Lo que tiene es un plan para bajar el déficit fiscal, que reduce subsidios por la vía del sinceramiento tarifario que termina impactando en los precios. Por esa razón, es difícil cuestionar lo primero sin hacer referencia a los segundo. Porque la única forma de moderar el efecto inflacionario hubiese sido un gradualismo mucho más moderado aún, o bien una mayor emisión de deuda. O directamente renunciar a bajar el déficit. Lo que se le complica a la administración de Mauricio Macri es hacer todo junto, porque en algún momento alguna de estas políticas tiene que ser priorizada por encima de las demás.

La corrección de precios relativos siempre fue considerada imprescindible. Y lo que se ejecutó no fue un aumento de shock: el Gobierno transita su tercer año y todavía no terminó de llevar los precios de la energía, la electricidad y el transporte a un valor que refleje su costo de producción.

Lo que aparece más disonante en este contexto, en el que estaba decidido desde el primer día que las tarifas subieran de esta forma, es la brecha que se creó con la meta de inflación. Si hoy alcanzar el 15% ya parece improbable, mucho más lo hubiera sido llegar al 8-12% incluido en el sendero original que armó Alfonso Prat-Gay en el inicio de 2016. Algunos analistas aseguran que las altas tasas que mantuvo el BCRA deprimieron el tipo de cambio y que por eso el ajuste del dólar (que en el algún momento se iba a producir) complicó aún más la chance de que la inflación bajara.

Los optimistas creen que el año puede terminar en 20%, los pesimistas en 23%. En ambos casos, será menor que el 24,8% en el que terminó el año pasado. La pregunta es si vale la pena prometer que habrá una frenada -con el consiguiente costo político-cuando nadie cree posible que suba 1% mensual hasta fin de año.

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